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El Real Madrid a los cuartos de la Champions

El Madrid vuelve a los cuartos, a la élite, y lo hace con algunas buenas noticias. Encuentra en el 3-5-2 una forma posible de aprovechar sus mejores recursos, y sus veteranos comprueban asombrados que no están solos. Aparecen Vinicius Valverde. Lo que siempre debió ser. La velocidad de esos dos jugadores es como un complemento de carne y fibra en los huesos del esqueleto.

El partido comenzó marcado por el genio táctico de Gasperini, que colocó, por delante de los dos mediocentros, otros dos mediocampistas ofensivos. Construía así un rectángulo imaginario en el que podía quedarse apresado el Madrid en el momento decisivo de iniciar la jugada. Serían, además, cuatro más dos laterales largos, seis hombres en la media, con el objetivo de quitarle al Madrid la pelota y el dominio que sí tuvo en la ida.

Y fue, durante un rato, un objetivo cumplido. El Atalanta añadió a eso una presión desvergonzada, atosigante, especialmente reforzada sobre Kroos, que dejó al Madrid sin reacción durante unos minutos, incapaz incluso de aprovechar los espacios que se le abrían.

El único argumento era Vinicius, su regate (el primero en el minuto 17) y su velocidad sin líquido de frenos. La presión hizo necesario que el Madrid hiciera descender a Valverde hacia ese rectángulo tormentoso donde Gasperini había concentrado los medios, a espaldas de Muriel.

El partido, al principio, se fue orientando hacia el monólogo. Se podía percibir en el Atalanta una naturaleza mecánica, dinámica, orgánica y estructurada, como si el equipo fuera un producto inspirado en la ingeniería industrial. Los jugadores se movían hacia arriba con algo maquinal, como pistones con una única dirección, y entre ellos nunca había demasiada distancia. Formaban parte de un todo preconcebido. En esos minutos, los futbolistas del Madrid tenían cara de estar en aprietos, muy exigidos. Pero fue buena su colocación, y su esmero en no perder balones.

El Atalanta era uno de esos equipos que sacan, para bien y para mal, los defectos del Madrid, también sus virtudes (pues van unidos), como una luz inclemente sobre un rostro arrugado, pero aún hermoso y, sobre todo, noble. El Madrid a veces produce la impresión lastimosa de ver algo envejecido; otras, el placer refinado de la vieja esencia. Como un crooner septuagenario o como un actor al que solo le quedaran tres gestos para resumir el alma humana. Es el placer de la decadencia.

A la media hora, el Atalanta ya encontraba algunos límites naturales: la incapacidad de sus atacantes para hacer algo peligroso en eso que Van Basten llamaba recientemente «la última frontera», donde quien decide no es el sistema, sino el individuo. En treinta minutos de dominio, velocidad, presión, bujías y cilindros resoplantes, no habían tenido ni una sola ocasión. El fútbol, como un viejísimo juez, mandó entonces llamar a un funcionario para que notificase uno de los artículos que constituyen la Ley sagrada del deporte: el dominio infructuoso se castiga con pena de gol. En el 34, una presión del Madrid, ni mucho menos como la del rival, si bien meritoria, provocó el fallo infantil del portero Sportiello (que en su mismo nombre ya lleva la inculpación: es-por-ti-ello): lo recogió Modric, que dejó solo a Benzema con tanta elegancia como altruismo. Había robado un balón cerca del área rival y minutos antes otro en el área propia, como si fuera un musculoso box to box o un carrilero destripaterrones, y no alguien con un Balón de Oro sobre el televisor del salón. Así es el Madrid actual: tiene lo bueno y lo malo de la madurez, parece una reflexión sobre la edad dorada, una colección de saberes y jadeos… ¡un Madrid de otoño en la eterna primavera de la Champions! Qué improbable, qué temerario, y a la vez… ¡qué disfrutable!

El Atalanta volvió ya a su realidad provincial y en el Madrid brillaron aún más sus futbolistas. Ramos, que dio soberanía e iniciativa a la línea de tres y una voz de narrador en vivo al partido; también Vinicius, que hizo una jugada prodigiosa en la que se fue de todos como se soñó siempre que se iría. Desde el lateral izquierdo hasta el dintel de la puerta rival: se fue por velocidad, también por tobillos y solo falló, como siempre, al elegir el palo para embocar. Fue una jugada sobre la que reflexionar, porque alguien que hace eso es alguien especial. Después hizo otra similar que provocó el penalti que marcó Ramos.

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